Fotografía: Sally Mann |
Primero, Culucucú.
Te encontró sentada en las escaleras, frente a la casa de Angélica, con los codos apoyados en las rodillas y las manos sosteniendo tu mentón. Habías estado llorando minutos antes porque Angélica había enredado el cabello a tu muñeca favorita y además, te había pedido prestado el cochecito nuevo hacía más de una semana y no te lo había devuelto. Así que, en aquel momento, tu mente divagaba buscando la forma de decirle a tu amiga que ya no jugarías más con ella. Tenías la mirada extraviada en el horizonte plagado de miseria cuando apareció él, corriendo escalinatas arriba.
Se detuvo frente a ti y comenzó a lanzarte besos que rechinaban y ofendían. El corazón se te detuvo momentáneamente cuando miraste hacia arriba y notaste que ya no había nadie en las escaleras superiores y que tu abuela te había cerrado la puerta de la casa. Pensaste en correr hacia la bodega o lanzarte a la porqueriza de los vecinos, pero te dio mayor temor la certeza de que Culucucú era más ágil y más fuerte que tú. Podría alcanzarte, hacerte caer, golpearte. Además, él no le tenía miedo a los cochinos y tú sí. Todo eso pasó por tu mente en menos de un segundo y decidiste que lo mejor sería enfrentar la situación simulando indiferencia.
Culucucú iba y venía de la risa a la sonrisa. «Niña, dame un besito». Lo repetía varias veces pero no se atrevía a tocarte siquiera. Aún así, tú tenías miedo. Una humedad cálida abrazó tus calzones y el cemento áspero del escalón. Comenzaste a llorar silenciosamente mientras él bailaba ante ti al ritmo de su canción. Culucucú, baila. Lalalalá, goza. Culucucú, baila. Lalalalá, goza. Así estuvo durante unos minutos, hasta que la olla que hervía la mamá de Angélica estuvo lista para caer como un torrente humeante sobre la espalda del niño.
La imagen de Culucucú, llorando y gritando groserías hacia la ventana de Angélica, quedaría estampada en tu memoria eternamente.
Luego, Toré.
Tu abuela te llevaba de la mano hacia la casa. Él estaba parado en una esquina, con ambas manos dentro de los bolsillos del pantalón, la mirada perdida en el asfalto y una sonrisa en los labios. Algo te decía que aquel señor menudo era incapaz de hacerle daño a alguien pero, aún así, te asustabas cuando te decían que Toré te iría a buscar para llevarte con él. Aquella vez, tu abuela lo saludó y le hizo la misma pregunta que todos le hacían y que era, en el fondo, una recriminación colectiva: «¿Tú eres adeco, Toré?» El hombre contestó, visiblemente ofendido: «No señor, no señor. Yo no soy adeco». Entonces tu abuela y tú siguieron el camino a casa. Tu abuela con una sonrisa maliciosa en el rostro y tú con el estómago oprimido por el miedo.
Después de pasar una mañana sentada en la mecedora, buscando los números de tu abuela en los senos y el cabello de Panchita, te mandaron, lista en mano, hacia la agencia de loterías. Fuiste contenta y segura de que volverían a ganar, por lo menos con un terminal, y de que tu abuela te premiaría más tarde con alguna chuchería. Luego de pagar por los números de la fortuna, saliste dispuesta a cruzar la plaza. Lo que no esperabas entonces era ver a Toré sentado en uno de los bancos, riendo solo, hablando solo, viviendo.
Aminoraste el paso cuando lo tuviste cerca, pensando que así ocultarías mejor tu miedo. Toré levantó su mirada y la fijó sobre ti. En ese instante, sentiste correr por tus piernas la tibia y húmeda serpiente del terror. El hombre sonrió y te preguntó: «¿Tú eres adeca, niña?». Sin saber por qué, a ti también te ofendió la pregunta. Tratando de sacar un hilo de voz, respondiste: «Yo no soy adeca, Toré». Luego corriste y el sonido que hacían tus zapatos empapados en orina sólo cesó al cruzar la plaza. Cuando viraste la mirada hacia el hombre, lo viste reír a carcajadas bajo el busto sereno de Miranda. Tuviste la certeza de que lo recordarías así siempre.
Después, Valentina.
Tu tío fue a buscarte a la escuela para llevarte de regreso a la casa. Insististe en que te dejara jugar un rato en el parque cercano antes de llegar. Él accedió a duras penas pero te advirtió que no podrían quedarse más de diez minutos. Fue así como llegaron hasta el parque. Y en ese momento, conociste a Valentina. Te bastó asomarte a su risa para darte cuenta de que en realidad, no querías usar los columpios ese día. Aunque tu tío insistió en que entraras al parque, en que aquella mujer no te daría problemas, te negaste. Preferiste llegar a casa y hundirte en la mecedora, con el periódico del día sobre las piernas y la lupa cazadora de fortunas en la mano derecha. Llegaste asombrada por la osadía que tuvo tu tío al despedirse de la nueva vecina con un «Adiós, Valentina, mi amor». Se lo contaste a tu abuela y ella rió, feliz por la ocurrencia.
Tu asombro fue mucho mayor el día en que viste a Valentina en el zaguán. Llevaba la risa colgada del rostro, los senos tumbados sobre el pecho y una oscura mata de pelos bajo el vientre. Estaba desnuda y más feliz que nunca. Eso te asustó y un fluido ardiente cobijó tus nalgas y colmó la cavidad confortable de la mecedora. Gritaste llamando a tu abuela cuando ya la mujer estaba contigo en la sala. En menos de dos segundos, todos los vecinos se habían reunido para tratar de llevarse a Valentina. El miedo se te mezcló con otro aún mayor cuando la escuchaste llamar a tu tío. Apenas él ingresó en la sala, ella se colgó de su cuello y le dijo muy cerca del rostro: «Hazme el amor». Fue entonces cuando tu abuela te tomó de la mano y te encerró en su cuarto.
La imagen de una Valentina feliz, desnuda y ansiosa, no abandonaría tu memoria aún después de la muerte.
Y ahora, tú.
Adoptas voluptuosidades en un cuerpo ya maduro y desciendes las escalinatas, cruzas la plaza. Al devolver tus pasos, notas que una vez más te han cerrado la puerta. Y ahora, para no abrirla más. Te mueves entonces en otros espacios, espacios que no conoces. Recorres calles que nunca has visto, con otras casas, otros rostros, nuevos hombres. A orillas del río tus noches son doblemente húmedas, doblemente fétidas: agua y orina, basura y orina. Siempre inquieta y extraviada pero dueña de pasos seguros, palabras firmes y golpes certeros, eres cada día más ágil, cada noche menos vulnerable.
Se escuchan cohetes y gaitas. Sientes en tu piel la alegría de un mes fugaz. Dejas a un lado los harapos que cubrieron tu cuerpo y sales de tu oscuridad, rumbo a la vida nocturna de una ciudad que te adoptó en sus sótanos.
Tu rostro hace gala de una sonrisa nueva. Tus piernas largas y delgadas avanzan con pasos exaltados hacia el tumulto de gente. Los tristes senos golpean rítmicamente tu pecho hundido mientras los brazos se elevan y saludan a las luces artificiales del cielo. Desde las ventanas de los edificios, algunos muchachos te silban y halagan con sorna. Algunas mujeres se horrorizan y sus ojos huyen de la escena. Otras ríen y sonríen. Entonces tú les gritas. Les gritas que la noche es bella y hay que vivirla.
La alegría de pronto se transforma en euforia. Comienzas un juego de pestañas húmedas y colores brillantes en un cielo oscuro y sucio como tus cabellos. Te entretienes, como la niña que fuiste, con el mágico efecto de tus ojos y las luces, mientras caminas sin saber por dónde. Antes de unirte al jolgorio, al vaho de alcohol y pólvora, un dolor seco y profundo te derrumba. Por última vez, la tibia y húmeda serpiente del terror surca tus piernas involuntariamente y cae contigo sobre el asfalto para fundirse con tu piel gastada. No hay tiempo para lamentaciones. Piensas, por vez última piensas, que probablemente ha sido ese el mejor regalo de la noche... Para que nadie pueda ya quemar tu espalda, ni obligarte a votar en elecciones, ni hacerte confundir el amor.