Enajenadas

Apenas logré asentar en palabras mis emociones largamente postergadas en nombre de la mortal frialdad asalariada. Ante el discurrir temeroso de mi voz, en sus ojos se formó un infinito y húmedo lodazal. Su rostro acunó toda la sangre de su cuerpo y en sus labios, una tensión bien apretada impuso el silencio para ambas.

Era imposible sostener la vista sobre aquel rojizo y mudo espanto. Me levanté y puse a calentar el agua, me concentré en cebar el mate que me acompañaría cuando ella se despidiera. Mientras lo hacía, la mujer acorralada repasaba los libros de la biblioteca como si en ellos acaso pudiera hallar una solución al embrollo vital en que yo acababa de colocarla. Sentí compasión ante su incapacidad para decir, para contestar a mi certeza, para declarar su no reciprocidad, su deseo de salir corriendo del centro de mi hogar. Le acerqué el mate amargo y comprendió entonces que no esperaría por ella, que no iba yo a obligarla a fijar posición, que todo podría finalmente continuar en los términos que impone la necesidad.

Discúlpame -le dije-, sólo puedo pedirte que lo olvides si te hace sentir mejor. Asintió apenas y volvimos a retomar las observaciones sobre la labor conjunta que debíamos alistar. Trazamos un rápido esquema de trabajo en el que los encuentros materiales fuesen los menos. Tres Excel compartidos al e-mail y todo quedaba saldado.

Ella se levantó para irse, yo me hundí en sus ojos y caí hasta tocar el corazón ardiente de la tierra. Ya soy cántaro de greda, vacío.

La Gran Avenida


Después de tantas mudanzas, una aprende a palpar la anatomía de los barrios con la prudencia del gato que va de tejado en tejado. Por eso mi primer asomo fue al mapa en el que se hizo evidente una distribución a lo menos romántica de los nombres de las calles. Y decidí que viviría en aquel sector en donde se juntaban los nombres de las flores y los poetas. Me conmovió especialmente el nombre de aquel anarquista de rebeldías líricas y conseguí arrendar una pieza en uno de esos guettos para inmigrantes, puestos sobre el hogar familiar para ser sustento y pensión de los abuelos. Allí me hallé al poco tiempo rodeada del bullicio de los míos, de los que también como yo eran expulsados por el tiempo que nos tocó vivir. Pero no había entre nosotros ningún ímpetu que engendrara asombros, se imponía apenas el diálogo angustioso de la sobrevivencia.

Partí de ese lugar cuando se hizo cercano el mes de diciembre, intuía que la alegre borrachera trocaría en sollozos cuando la nostalgia de esos días abrazara todas las habitaciones. Yo necesitaba seguir evadiendo las pulsiones para poder tolerar la materialidad de lo impuesto. Por eso miré de nuevo el mapa y escuché entonces la melodía de otras calles. Caminé unos cinco paraderos hasta que se hicieron nítidas las tonadas hipnotizadoras de un piano. Me adentré en aquella calle principal preguntando dónde podría hallar arriendo. Di con una casita interior en la calle que lleva el nombre de aquel director de orquesta italiano que en su tiempo también evadió confrontar el horror. Junto a él quise esconderme.

Desde esa casa de techos bajos y pisos de cemento crudo, miro el limonero enfermo que está en el patio mientras el hedor de las cañerías se acrecienta con la tarde de verano. Una gata, también enferma y hambrienta, me ha obligado a dar sustento a la cría que ha instalado en un rincón de mi hogar. Sus maullidos angustiosos me traen a la realidad de un mundo en el que no hay refugio ya para los despojados. Sin embargo, por la Gran Avenida avanza una multitud con voces de trueno y con ella va mi aliento acostumbrado a las mudanzas.

Exilio


No hubo tiempo para el epifragma. "Soy mi casa", recitó para sí mientras su pie era desterrado para siempre de su concha.

Ingredientes de Transición

Compañeras de una radio comunitaria en la patagonia argentina, por donde he tenido la dicha de andar y crecer, me han invitado a compartir la lectura de mis textos. Aquel viaje a los pagos de estas compañeras fue para mí justo un ingrediente de transición, por eso devolví la mano... y que la palabra sea siempre un puente para el reencuentro.

Ocaso



Nada es eterno, dijo. Aquella frase fue una espina que permanecería hundida en tu pecho durante algún tiempo. Continuó con la mirada sumergida en los garabatos que dibujaba sobre una hoja de papel. Tú miraste sus dedos. Te parecieron burdos y envejecidos. Y como nunca pudiste dejar de idealizar la belleza de unas manos creadoras, intentaste vincular las suyas a la imagen agradable más próxima. Lograste recordar entonces su textura, la que sentiste al estrecharlas, minutos antes. Las manos de aquel hombre poseían una suavidad extraña, macerada con usos, roces, erosión. De repente, él levantó la mirada y fijó sus enormes ojos sobre los tuyos. Dentro de ti, un sobresalto.

Se ofreció a llevarte hasta tu casa. Supiste, por la sobriedad fingida de su mirada, que tu respuesta iba a determinar los eventos sucesivos. Llevaste pros y contras a la balanza íntima de tus pensamientos: no era tanto lo que arriesgabas. Aceptaste. Luego, sólo un gesto, ninguna palabra. Un beso afable, casi convencional, que se acentuó en tus mejillas con un apremio estremecedor. No era evidencia suficiente y sin embargo...

Dos semanas después se encontraron cobijados por el frío agreste, tomando chocolate caliente a los pies de un árbol vestido en humedad. Él cantaba canciones rebeldes. Las cantaba con aquella voz desafinada que, a pesar de sí, te obsequiaba un momento grato de nostalgias compartidas. Tú callabas, escuchabas. Te sentías arrastrada hacia un estado de inercia que pronto te dejaría desarmada, peligrosamente vulnerable. Sabías que ocurriría y sabías también que no querías hacer nada por evitarlo. Necesitabas colgar las armas.

Y ocurrió que les dio por hablar del pasado y del futuro. Entonces se develaron los costados indefensos de su ser. Un antiguo convivir cargado de traiciones, violencia y enfermedad contra tu no tan remoto pasado, habitado aún por recuerdos amenos, afectos y uno que otro despecho cuasi adolescente. Se les hizo difícil hablar de un futuro. Aún así, lo intentaron. Él habló de una vida en común, la unificación de las islas. Tú ofreciste el anclaje, la construcción del puerto.

Quizá el clima, el largo trayecto recorrido. Algo los empujó hacia ese extraviado acto de fabricar ilusiones y abandonar las armas. Tú viste el entusiasmo ferviente en sus ojos, lo viste opacarse poco a poco, a medida que pasaban los días. También en ti habitó el desencanto. Sin embargo, intentaste cobijarlo, esconderlo, disfrazarlo.

Estacionados sobre otra montaña, se encontraron en plena fatiga. Los paseos que meses antes resultaban seductores y espléndidos se habían convertido en una enojosa rutina evasiva, una cortina, niebla que les impedía mirarse las verdades. Estar ante los mismos valles alegres no era nada confortable ya para un par de corazones fatalistas que comenzaban a desfallecer uno al lado del otro. Por el contrario, los paisajes se ofrecían ante sus ojos como una burla de la naturaleza. Se miraron. Con tristeza, se miraron. Viste surcar su rostro una lágrima sosegada. Tus ojos evadieron la imagen deprimente del hombre que llora en los pliegues frondosos de las montañas. Su mano, tosca y sutil a la vez, volvió tu faz inmutable hacia la suya, hecha desesperación sin consuelo.

En un gesto más propio de un niño sin padres que de un hombre con hijos, posó su cabeza sobre tus rodillas y dejó fluir aquel manantial de lágrimas achacosas. Acariciaste sus cabellos, sin piedad, con cierta comprensión, y lo escuchaste pedir entre leves sollozos que tuvieras paciencia, que no lo abandonaras. Nada es eterno, pensaste.

Ahora lo miras evadir encuentros, simular sonrisas y perdones, caminar raudo en direcciones contrarias. No logras sentirte culpable y a pesar de ello, quieres castigar un poco tu crueldad, tu falta de espiritualidad. Quieres que sus años, su incapacidad para el amor terreno, se te contagien, te aniquilen. Pero los granos de arena caen lentos hacia el otro extremo del reloj y sólo te consuelas con la idea que sus labios te heredaron: El tiempo pasa. Nada es eterno. Alguna vez, también tú comenzarás a envejecer. La forma en que lo hagas será tu deuda, tu maldición.

Juno toca a mi puerta



Fue a principios de junio cuando tuvimos la oportunidad de cruzar, más que osadas miradas, palabras. Recuerdo que, antes de ser presentados, lo veía transitar ―siempre solitario― a través de los espacios abiertos de aquel claustro. No sé por qué ganó mi atención. Aparentaba ser un hombre déspota, alejado de toda manera cordial, pero, eso sí, muy inteligente. Ahora que lo pienso, quizá fue eso. Sí, quizá fue eso, precisamente. Y viéndolo desde ese punto de vista, entonces no tendrías por qué juzgarme con tanta dureza. Desde siempre hemos rendido tributo a esa materia gris que nos hace ser hombres y mujeres, por encima de todo impulso. Así pues, que cuando lo escuché hablar por primera vez ante un público que concurría coyunturalmente al auditorio, lo escogí. No estaba al tanto del resto. Y a decir verdad, poco me hubiese importado en ese momento. Como poco me importó después, lo admito.

Desconozco cómo fui capaz de desprenderme de mis temores. Desconozco cuántos días transcurrieron hasta que recibí su voz al otro lado del teléfono. Desconozco cómo hizo para extraerme de mí misma, rozar mi piel y convencerme de entregar, a pesar de todo. Ya entonces sabía lo demás. Pero te juro que en aquel momento no tenía pretensiones de batallar por botín alguno. Sólo me importó el calor que emanaba de sus manos, la certeza de sus movimientos, su habilidad para el asalto...

Te permito me insultes. Fue liviandad y nada más.

Pero no podrás decir lo mismo ante lo que pasó luego: Hablamos. Él y yo hablamos, mucho. No te imaginas cuánto. Y de eso resultó que nos amamos, sin embargo.

Cómo pasar por alto, dime tú, que pese a un coro que gritaba el alerta, nuestras manos se encontraran y se tomaran para avanzar juntas sobre cada idea en común. Cómo sobreponerse a esa sensación de afinidad que te susurra, quedo, muy quedo, que esta que vives es tu última oportunidad y que restan sólo naufragios. Es difícil, sin dudas, sobreponerse a ese incontrolable deseo de estar junto a quien... a quien resulta ser para ti lo más cercano, lo más parecido, a aquello que siempre anhelaste.

Tú sabes, porque estuviste allí, de aquella ocasión en que él y yo nos amamos sobre las sábanas sucias de un hotel. Y entonces, a pesar de mi felicidad, me tocaste el hombro, me obligaste a mirarte y susurraste una terrible amenaza en mi oído. Lloré. Lloré largamente y las manos de aquel hombre acariciaron mi rostro, sus labios besaron mis lágrimas y su voz inquirió con desespero sobre ese llanto repentino e incontrolable. No pude contestar, claro está, y me dio por afirmar locamente, que siempre lloraba cuando hacía el amor en lugares tristes. Rió, reí, nos reímos y abrazamos, nos quisimos tiernamente hasta el amanecer.

Debes saber, antes que todo acabe, que nunca me arrepentí de nada. Tú, que observaste todo desde mucho antes, debes reconocer que nada marchaba bien en tu divino reino. No puedes culparme de todo. Sería una gran tontería. Tú y tus complejos de señora. Tú y tus tradiciones de escaparate lo arruinaron mucho antes que yo. Deberías saberlo. No fue culpa mía que tu última carta, aquel lazo-cadena que llaman hijo, revirtiera el juego más a mi favor. No fue culpa mía. Tampoco fue mi culpa que las cortinas de aquel reino se rasgaran con el roce de un evento que mil veces antes había ocurrido. Y lo sabes.

Cuando le pedí que partiera conmigo, lo hice con plena conciencia de las consecuencias. Y cuando por fin partió, toqué la felicidad con mis pestañas, pero lloré de horror. Sabía que vendrías. Yo lo sabía.



Y viniste en forma de agonía, de tortura, de muerte lenta. Viniste en forma de ausencias, de desencuentros, de malos besos. Viniste en forma de abstinencia y frases hirientes. Viniste, al fin, como perversa Erinia. Y no me queda más que abrirte las puertas de mi hogar, dejarte derribar lo que con saña antes derribé. No me queda más que pagar mis deudas, mis eternas deudas contigo, temible Juno.

No hay que salir de la casa



A Ernesto,
porque un día, al fin,
nos encontremos

Llueven copas diminutas sobre el techo de zinc. Cada cierto tiempo el sonido roba nuestra atención. Y a veces son gatos que pasean, a veces son lagartijas que cazan. Pero siempre hay sonidos en el techo. Nos miramos y tratamos de adivinar. Cuando damos con la respuesta más satisfactoria, reanudamos los juegos (o las peleas).

Hoy los sonidos no son de las copitas que llora el árbol, ni de los gatos que pasean, ni de las lagartijas que cazan. Es el grito de la lluvia que azota nuestro hogar durante horas. Nos encerramos en el único cuarto y entre los dos construimos la fortaleza que habrá de protegernos. Algunas tablas sirven de paredes y las sábanas de la cama son para nosotros un techo más seguro. Dentro, almohadas y cobijas prometen alejar el frío que se cuela por las hendijas de las ventanas.

Mientras tanto, la lluvia desespera e ingresa al hogar en forma de goteras. Corre libre el agua por el suelo de tierra hasta formar un pantano. Lloramos de miedo mientras rezamos a un dios ausente para que se vaya la lluvia. Dos horas después nos hemos dormido a pesar del escándalo en el techo.

Ahora despertamos y nos hallamos tendidos sobre las sábanas llenas de pantano, las recogemos y las sacamos ante los ojos de un sol enclenque, volvemos al hogar exhausto y reorganizamos las tablas de nuestra improvisada fortaleza, nos sentamos junto al radio y entonces podemos escuchar la voz monocorde que narra las noticias del día. Enseguida cambiamos el dial en busca de la música que nos alegraría el ocaso, pero no hallamos más que estática.

De pronto, entre tanto ruido, surge una voz irreconocible, espeluznante, que pronuncia nuestros nombres con total claridad: Daniel... Clara... Nos miramos y el terror se ha dibujado en nuestros ojos. Como si fuésemos uno solo, nos ponemos en pie y corremos hacia el patio de la casa. Allí permanecemos, dentro del inmenso pipote en horizontal que había servido como casa a un perro que se nos murió de hambre. Nos abrazamos y lloramos. No hacemos preguntas ni comentarios porque sabemos que ninguno puede dar explicaciones a lo que ha ocurrido con la radio.

Casi a las once llega mamá. La miramos entrar a la casa y salir poco después con la correa entre las manos. Sabemos que no podremos librarnos de aquel látigo a pesar de todo lo que podamos argumentar para no haber cumplido con la ley principal de nuestro hogar. Es Daniel quien sale primero para hacer frente a la correa de mamá. Yo lo observo acercarse a ella sin timidez y con valentía. No hay danzas. Mamá lo toma por un brazo y le ha estampa cinco correazos en las piernas desnudas. Adopto las lágrimas de Daniel, las que él no quiere, y lloro por ambos. Aún desde el barril le grito a mamá que no me pegue. Ella se acerca hasta mí y puedo ver su rostro anegado en humedades. Intento abrazarme a sus piernas y besar sus manos, pero ella me desprende de sí y a pesar de mi danza puede asentar los cinco correazos en mis piernas.

Luego, mientras calentamos nuestros cuerpos en la única cama, Daniel intenta contarle a mamá por qué nos hemos salido de la casa. Ella no quiere escucharlo, le exige que se duerma y la deje dormir. Mamá está cansada. Al día siguiente, Daniel y yo nos despertamos como todos los días, a la misma hora.

Mamá ha dejado el desayuno de ambos cubierto en la cocina. Comemos y limpiamos los platos, los vasos, todo. Entonces Daniel propone que juguemos al escondite. Le digo que no quiero, que me da miedo ese juego, que me da miedo esconderme sola. Pero tanto insiste mi hermano que al poco rato me encuentro contando contra la pared de la cocina. Cuento lentamente y dispuesta a cumplir con la norma: llegar a cien. Escucho a Daniel correr por toda la pequeña morada, buscando un lugar propicio para esconderse. De pronto, cuando ya voy por el número cincuenta, cesan los ruidos de mi hermano. Aún así, sigo contando. Segundos después busco por todos los rincones, bajo todos los trastes. Busco impaciente hasta que se me ocurre que Daniel, amigo de las trampas, ha salido hacia el patio. Abro la puerta y miro hacia afuera. Sólo el barril está en el patio, sólo el barril en horizontal, vacío. Empiezo a dudar de mí misma y vuelvo a buscar dentro de la casa, bajo la cama, junto a las cajas, bajo los trastes... No. Daniel no está en la casa. Lo llamo a gritos, sollozo y le anuncio mi rendición. Mi hermano no aparece. Me invade el terror.



Daniel apareció dos horas después. Entró a la casa y su rostro estaba muy pálido. Me sorprendió llorando sobre el piso de tierra, construyendo ya mi pequeño pantano. No hizo más que levantarme y llevarme a la cama. No dijo palabra alguna. Regresó a cerrar la puerta y aseguró muy bien las ventanas. Después de mucho rato, cuando ya mis lágrimas se habían agotado, vi su rostro surcado por una tristeza que no nos era conocida. Le pregunté, asustada, qué te pasó, por qué te fuiste. Él volvió su rostro hacia mí y sólo dijo no hay que salir de la casa.