Alquimia del Tiempo



El café de hoy me sabe a tierra agonizante y a la harina le han caído gorgojos. Siento que las paredes quieren adherirse a mi cuerpo como el estómago a mis huesos. En busca de aire, me acerco a la ventana. Noto así que he despertado. He despertado una vez más en un pueblo que se ahoga en su afán por ser ciudad. Lo miro. Lo miro desde esta jaula de concreto y una promesa subterránea en año de elección amenaza con destruir más espacios. Sin separar mi vista de la ventana, retorno a la mesa para hojear el periódico. Me anuncian sus páginas la cercana llegada de los vagones franceses. Ya puedo imaginar la estación convertida en bazar, el transitar nervioso de la gente y el río replegándose ante el cemento que lo encauza. Algo dentro de mí se niega a subir en ese tren. Algo dentro de mí dice que debo huir. Es entonces cuando me paralizan los recuerdos.

Antes de habitar este elevado féretro, poblé lugares más verdes. Conduje mis huesos por espacios menos transitados. Jugué en un parque que, presintiendo su futuro, lloraba copitas diminutas cargadas de rocío. Yo las guardaba en mis bolsillos. Luego se las daba de beber a una barbi con pierna de trapo. Se bebía ella la tristeza del parque y su banalidad pisoteada por mis correrías infantiles. Fue en ese mismo parque verde y húmedo en donde me subí por primera vez a un columpio.

El parque, el columpio, el color de mis zapatos en miniatura, las graciosas campanitas de colores en los rizos de Iruaní, la sonrisa en los labios de Inako, un empujón inocente que me hizo tambalear en mi torpeza, el regaño para el niño, sus lágrimas, mi conciencia creciente, el peso de las palabras que nunca oí. Todo ello es hoy tan sólo una imagen difusa en mi memoria. Sin darme cuenta del cómo ni del por qué, Iruaní e Inako, palomas y soles ancestrales, me abandonaron en un parque que comenzó a quedarme grande.

Casi veinte años transcurrieron. Por lo que verlos entonces no significó reencontrarlos sino encontrarlos. Volví un día al parque y sin más ni más, extendí mi mano. Junto al suave roce del viento sentí sus manos, ambas. Una más clara que otra. Una más grande que otra. Pero juntas desde siempre, a pesar de los naufragios.

En otro tiempo ha quedado aquel Café que se ofrecía como lugar de encuentro para personajes bohemios que se llamaban poetas unos a otros. Sólo subsiste su nombre en un callejón oscuro, sucio y hediondo. No alcanza el espacio para camaradas ni poetas. Hay, sí, lugar para el moderno graffiti, las patinetas y las maromas.

El cuerpo de la mujer y su hijo ahora observan desconsolados el transitar del tiempo por entre las piezas de ajedrez y los libros usados que sólo unos pocos seres extraños compran. Sus negras pieles de piedra conservan aún el brillo del pasado. Hasta el Bolívar de la plaza es otro. Y si lo miro desde abajo, ya no me dice las mismas cosas. Ahora lanza miradas curiosas e incrédulas hacia los espacios anexos y parece preguntarse quién es ese Danilo que se convirtió en vecino. También es otra la plaza y su única esquina. Es otra la iglesia que cambia de color cada año para evitar que se fijen los recuerdos. Son otras las calles que hoy se esconden en un bazar sin fin. Son otros los que duermen en ellas al caer la noche. Somos otros quienes las recorremos durante el día.

Una eme espantosamente amarilla y un mimo hipócrita se han convertido en mis vecinos. Han abierto sus puertas de cristal para emplear a los muchachos del sector. Premian el esfuerzo de algunos al colocar sus fotos enmarcadas en un cuadro con su nombre y el rótulo en letras doradas que permite leer un «Empleado del mes». El rostro de la foto nunca es el mismo que el que está tras la barra. Es lógico. El rostro de la foto no suda ni huele a papas fritas.


Trato de luchar contra aquella famosa premisa que alega que todo tiempo pasado fue mejor. En gran parte porque sería injusto no reconocer que en medio de todo este caos, el cambio más profundo promete regresarnos una parte importante de nuestra humanidad. Sin embargo, el peso de los recuerdos me arrodilla dentro del vagón. Suena la señal para el cierre de puertas e intento levantarme. Una voz con excesos de modulación anuncia: «Tren con destino estación de transferencia Las Adjuntas». Cuando logro ponerme de pie, siento el lento movimiento inicial del vagón. A través de las ventanas veo alejarse aquel parque, el río, mi pueblo.