Ocaso



Nada es eterno, dijo. Aquella frase fue una espina que permanecería hundida en tu pecho durante algún tiempo. Continuó con la mirada sumergida en los garabatos que dibujaba sobre una hoja de papel. Tú miraste sus dedos. Te parecieron burdos y envejecidos. Y como nunca pudiste dejar de idealizar la belleza de unas manos creadoras, intentaste vincular las suyas a la imagen agradable más próxima. Lograste recordar entonces su textura, la que sentiste al estrecharlas, minutos antes. Las manos de aquel hombre poseían una suavidad extraña, macerada con usos, roces, erosión. De repente, él levantó la mirada y fijó sus enormes ojos sobre los tuyos. Dentro de ti, un sobresalto.

Se ofreció a llevarte hasta tu casa. Supiste, por la sobriedad fingida de su mirada, que tu respuesta iba a determinar los eventos sucesivos. Llevaste pros y contras a la balanza íntima de tus pensamientos: no era tanto lo que arriesgabas. Aceptaste. Luego, sólo un gesto, ninguna palabra. Un beso afable, casi convencional, que se acentuó en tus mejillas con un apremio estremecedor. No era evidencia suficiente y sin embargo...

Dos semanas después se encontraron cobijados por el frío agreste, tomando chocolate caliente a los pies de un árbol vestido en humedad. Él cantaba canciones rebeldes. Las cantaba con aquella voz desafinada que, a pesar de sí, te obsequiaba un momento grato de nostalgias compartidas. Tú callabas, escuchabas. Te sentías arrastrada hacia un estado de inercia que pronto te dejaría desarmada, peligrosamente vulnerable. Sabías que ocurriría y sabías también que no querías hacer nada por evitarlo. Necesitabas colgar las armas.

Y ocurrió que les dio por hablar del pasado y del futuro. Entonces se develaron los costados indefensos de su ser. Un antiguo convivir cargado de traiciones, violencia y enfermedad contra tu no tan remoto pasado, habitado aún por recuerdos amenos, afectos y uno que otro despecho cuasi adolescente. Se les hizo difícil hablar de un futuro. Aún así, lo intentaron. Él habló de una vida en común, la unificación de las islas. Tú ofreciste el anclaje, la construcción del puerto.

Quizá el clima, el largo trayecto recorrido. Algo los empujó hacia ese extraviado acto de fabricar ilusiones y abandonar las armas. Tú viste el entusiasmo ferviente en sus ojos, lo viste opacarse poco a poco, a medida que pasaban los días. También en ti habitó el desencanto. Sin embargo, intentaste cobijarlo, esconderlo, disfrazarlo.

Estacionados sobre otra montaña, se encontraron en plena fatiga. Los paseos que meses antes resultaban seductores y espléndidos se habían convertido en una enojosa rutina evasiva, una cortina, niebla que les impedía mirarse las verdades. Estar ante los mismos valles alegres no era nada confortable ya para un par de corazones fatalistas que comenzaban a desfallecer uno al lado del otro. Por el contrario, los paisajes se ofrecían ante sus ojos como una burla de la naturaleza. Se miraron. Con tristeza, se miraron. Viste surcar su rostro una lágrima sosegada. Tus ojos evadieron la imagen deprimente del hombre que llora en los pliegues frondosos de las montañas. Su mano, tosca y sutil a la vez, volvió tu faz inmutable hacia la suya, hecha desesperación sin consuelo.

En un gesto más propio de un niño sin padres que de un hombre con hijos, posó su cabeza sobre tus rodillas y dejó fluir aquel manantial de lágrimas achacosas. Acariciaste sus cabellos, sin piedad, con cierta comprensión, y lo escuchaste pedir entre leves sollozos que tuvieras paciencia, que no lo abandonaras. Nada es eterno, pensaste.

Ahora lo miras evadir encuentros, simular sonrisas y perdones, caminar raudo en direcciones contrarias. No logras sentirte culpable y a pesar de ello, quieres castigar un poco tu crueldad, tu falta de espiritualidad. Quieres que sus años, su incapacidad para el amor terreno, se te contagien, te aniquilen. Pero los granos de arena caen lentos hacia el otro extremo del reloj y sólo te consuelas con la idea que sus labios te heredaron: El tiempo pasa. Nada es eterno. Alguna vez, también tú comenzarás a envejecer. La forma en que lo hagas será tu deuda, tu maldición.

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