Fue a principios de junio cuando tuvimos la oportunidad de cruzar, más que osadas miradas, palabras. Recuerdo que, antes de ser presentados, lo veía transitar ―siempre solitario― a través de los espacios abiertos de aquel claustro. No sé por qué ganó mi atención. Aparentaba ser un hombre déspota, alejado de toda manera cordial, pero, eso sí, muy inteligente. Ahora que lo pienso, quizá fue eso. Sí, quizá fue eso, precisamente. Y viéndolo desde ese punto de vista, entonces no tendrías por qué juzgarme con tanta dureza. Desde siempre hemos rendido tributo a esa materia gris que nos hace ser hombres y mujeres, por encima de todo impulso. Así pues, que cuando lo escuché hablar por primera vez ante un público que concurría coyunturalmente al auditorio, lo escogí. No estaba al tanto del resto. Y a decir verdad, poco me hubiese importado en ese momento. Como poco me importó después, lo admito.
Desconozco cómo fui capaz de desprenderme de mis temores. Desconozco cuántos días transcurrieron hasta que recibí su voz al otro lado del teléfono. Desconozco cómo hizo para extraerme de mí misma, rozar mi piel y convencerme de entregar, a pesar de todo. Ya entonces sabía lo demás. Pero te juro que en aquel momento no tenía pretensiones de batallar por botín alguno. Sólo me importó el calor que emanaba de sus manos, la certeza de sus movimientos, su habilidad para el asalto...
Te permito me insultes. Fue liviandad y nada más.
Pero no podrás decir lo mismo ante lo que pasó luego: Hablamos. Él y yo hablamos, mucho. No te imaginas cuánto. Y de eso resultó que nos amamos, sin embargo.
Cómo pasar por alto, dime tú, que pese a un coro que gritaba el alerta, nuestras manos se encontraran y se tomaran para avanzar juntas sobre cada idea en común. Cómo sobreponerse a esa sensación de afinidad que te susurra, quedo, muy quedo, que esta que vives es tu última oportunidad y que restan sólo naufragios. Es difícil, sin dudas, sobreponerse a ese incontrolable deseo de estar junto a quien... a quien resulta ser para ti lo más cercano, lo más parecido, a aquello que siempre anhelaste.
Tú sabes, porque estuviste allí, de aquella ocasión en que él y yo nos amamos sobre las sábanas sucias de un hotel. Y entonces, a pesar de mi felicidad, me tocaste el hombro, me obligaste a mirarte y susurraste una terrible amenaza en mi oído. Lloré. Lloré largamente y las manos de aquel hombre acariciaron mi rostro, sus labios besaron mis lágrimas y su voz inquirió con desespero sobre ese llanto repentino e incontrolable. No pude contestar, claro está, y me dio por afirmar locamente, que siempre lloraba cuando hacía el amor en lugares tristes. Rió, reí, nos reímos y abrazamos, nos quisimos tiernamente hasta el amanecer.
Debes saber, antes que todo acabe, que nunca me arrepentí de nada. Tú, que observaste todo desde mucho antes, debes reconocer que nada marchaba bien en tu divino reino. No puedes culparme de todo. Sería una gran tontería. Tú y tus complejos de señora. Tú y tus tradiciones de escaparate lo arruinaron mucho antes que yo. Deberías saberlo. No fue culpa mía que tu última carta, aquel lazo-cadena que llaman hijo, revirtiera el juego más a mi favor. No fue culpa mía. Tampoco fue mi culpa que las cortinas de aquel reino se rasgaran con el roce de un evento que mil veces antes había ocurrido. Y lo sabes.
Cuando le pedí que partiera conmigo, lo hice con plena conciencia de las consecuencias. Y cuando por fin partió, toqué la felicidad con mis pestañas, pero lloré de horror. Sabía que vendrías. Yo lo sabía.
Y viniste en forma de agonía, de tortura, de muerte lenta. Viniste en forma de ausencias, de desencuentros, de malos besos. Viniste en forma de abstinencia y frases hirientes. Viniste, al fin, como perversa Erinia. Y no me queda más que abrirte las puertas de mi hogar, dejarte derribar lo que con saña antes derribé. No me queda más que pagar mis deudas, mis eternas deudas contigo, temible Juno.