El hogar sobre la piel


Despojada de todo excepto del propio cuerpo, tu piel se volvió la última frontera, la infranqueable. Por eso, cuando te ofrecieron ponerle un precio no sólo te negaste, sino que fortificaste los jardines y elevaste las murallas. Como resultado, la aridez hizo cuna en tus poros. Al principio pensaste que la causa habría sido el invierno, la dureza artificiosa del agua… Constataste luego que se trataba de la ausencia de otras pieles, del vacío de caricias. Gigante en tu egoísmo conquistado te has sentido desde entonces. Pequeña en libertades te reconoces también.

Y es que la defensa de tu única posesión ha entumecido tu espíritu. Aquel cuerpo que debió girar treinta veces alrededor del sol para hallar el universo en su centro, para acunar todo el Caribe entre sus piernas y desatar maremotos, para hacer estallar las blancas olas sobre caminos empinados, hoy no es más que un seco carretón del que otros descargan voces, palabras y cuidados.

Extiendes tu piel sobre la mesa del artista, elevas los brazos para aferrarte a la espalda de la silla y dejar la tuya como un lienzo a su disposición. Piensas que tu desnudez podría convocar el olor de sudores, salivas y semen. Sin embargo, todo es aséptico y frío allí. Finalmente caen las murallas, son abolidos pasaportes y visados para que penetre la agujapincel. Un caracol ha hecho morada en tu piel, será eterno como el Amaranto sobre el cemento, como la Pira contra la muerte.

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