Fue así que algunas de nosotras llegamos a las manos de la biznieta, la que heredó de Estefanía ese lunar del tamaño de una mosca entre los muslos. La biznieta que siendo niña huyó de mí y de mis hermanas porque le parecíamos feas y ordinarias en comparación con las barbis que anhelaba. La misma que sintió asco de aquella vieja que olía a orines y a tabaco. La misma que alguna vez encontró refugio en los cuentos de Estefanía bajo una noche de lluvia torrencial, y guardó para siempre la desconfianza que le inspiró un Bolívar cabalgando sobre el techo de cinc, en busca de cuerpos para arrastrar a una guerra. Y con la biznieta yo encontré un rostro similar al que me hubiese dado Estefanía. Encontré una extraña cabellera cana y un vestido hecho de retazos. También una pantaleta nueva. Mis hermanas, por su parte, vieron remendados sus vestidos, completados sus cuerpos, nacidos sus cabellos. Por fin, las manos de Estefanía renacían en las de su biznieta para darnos lo que nos debía.
Y vivimos tranquilas por un tiempo. Un tiempo breve. Porque pronto mis hermanas y yo nos vimos de vuelta en una maleta. ¿Una maleta? ¡Qué va! ¡Una mochila! Una mochila apenas logró hacer la biznieta mujer. Y entre tan pocas cosas viajamos nosotras, las muñecas de Estefanía. A ninguna se nos preguntó si queríamos emprender con ella esa locura. Claramente yo hubiese preferido gastar mi cuerpo de algodón en las tierras cálidas del jobo. Pero ahí nos vimos, burlando fronteras con la que un día nos despreció por burdas. Quién sabe qué conjuro pensó soportarían nuestros cuerpos para fabricarle a ella un sólido puente de regreso. Sentí su temor durante el viaje, pero al mismo tiempo sopesé su determinación. La misma seguridad de Estefanía al construirse diosa creadora y reina de las de mujeres de tela. Y entonces presentí que estaríamos bien, aunque estuviésemos lejos.
Dimos a parar en tierra de otro humus, una tierra helada en su geografía lo mismo que en su hospitalidad. Y entristecimos de no ver el cielo intensamente azul de nuestro terruño. Y entristecimos de no sentir la cercana calidez del mar. Lo mismo le pasó a la biznieta, a quien miramos esforzarse por asentar sus raíces inútilmente. Inútilmente, pues la nueva tierra pugnaba por expulsar cualquier brote foráneo. La vimos mutar kokedama en un intento por sostenerse, pero la sequedad del entorno se imponía para marchitar sus hojas. Finalmente, la biznieta optó por hacer una madeja de sus raíces y echarlas al bolsillo para acariciarlas mientras calentaba las manos del duro invierno, o para mostrarlas levemente a quien por ellas preguntara. Sólo así logró mantenerse de pie durante unos años… Pero con el paso de ellos, sintió que se entumecía su cuerpo todo y su alma entera. Buscó incesante la forma de agitar las tímidas llamas encendidas en el centro, muy dentro, pero cada vez que salía por materia para la combustión, una ventisca helada la azotaba de vuelta a su centro refugio. Se volvió caracol. La biznieta guardó dentro de sí y para sí toda humedad, todos los paseos al río y todas las salidas al mar. Guardó dentro de sí y para sí la única nervadura palpitante con la que esperaba fabricar alguna vez un retorno definitivo a la raíz.
Por esos días de cerrazón, sucedió que la biznieta se hizo tía y se juntaron cuatro mujeres de la estirpe de Estefanía. A mis hermanas de tela les fue encomendado un regreso a las tierras de origen, junto a la nieta de Estefanía. Dijo la biznieta que ellas no merecían el desarraigo que se padecía entonces. Y a mí, por ser la más joven tal vez, se me presentó ante la menor y recién llegada de aquella estirpe. Se me dijo que acompañaría a Martina, nacida en nuevo humus, para recordarle el origen de los suyos. La biznieta, felizmente, tampoco nos retuvo.
Martina es un retoño, aún no asienta sus raíces, sin embargo. Corre a la velocidad de cualquier ventisca y no se enfría con facilidad, posee un calor muy dentro que la hace sudar por las noches y sonríe ampliamente como quien nunca conoció tristeza. Promete ser mujer recia, de carácter voluble como las mareas del Caribe que vio nacer a sus viejas abuelas.
Si me he detenido a contar mi historia y la de mis mujeres, es porque me he tomado un descanso de los cuidados que me han sido encomendados para fabricarme un vestido de invierno con la tía y biznieta. Mientras ella tomaba mis medidas, nos dio por echar un repaso a la memoria. Y se me hace que cuando acabemos de juntar los hilos, habrá alguna voltereta del tiempo jugando con nuestros destinos.
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