Tejedora de Sombras

Les Fevilles Mortes - Remedios Varo

Era domingo y era tarde. Hacía calor y todo estaba en silencio. La casa nunca antes me había parecido tan grande. Recorrí todas las habitaciones antes de ir a dormir, todas menos una. Siempre hacía la misma rutina y nunca podía creerle a mi madre cuando me repetía, casi con molestia, que no había nada en la casa que pudiera dañarme. Subí las escaleras con rumbo a mi habitación, guardé las agujas, los tejidos y los hilos.

Entre gruesas y pesadas cobijas me encontré enumerando los listones de madera del techo carcomido. «Uno, dos, tres… diez… quince… treinta». Eran treinta de un extremo a otro de la habitación. Los conté diez veces antes de quedarme dormida.



Entonces entraba él. Siempre evitaba hacer ruidos, traía pasos lentos y levantaba muy poco los pies al caminar. Yo lo sentía arrellanarse a un lado de mi cama, sentía su olor que impregnaba mi cuerpo y no podía evitar la contracción en mi estómago, las terribles, terribles ganas de vomitar. Él corría lentamente las cobijas y, antes de que yo pudiera emitir algún sonido, se llevaba el dedo índice al nivel de su enorme nariz en señal de que hiciera silencio. Cada noche sus manos se arrastraban como caracoles por mis muslos de niña, los separaban con un gesto violento y… Nunca me decía una sola palabra, sólo me miraba llorar y sus ojos me negaban cualquier explicación.

De día la casa era menos desagradable. Había un patio interno, de piso empedrado, y en el centro de aquel hermoso patio se hallaba una fuente cuyo fondo lucía el color plateado de mis deseos nunca cumplidos. Desde allí se tenía visibilidad hacia todas las habitaciones de la casa. Por esa razón me gustaba sentarme en los bordes de la fuente y recorrer con la mirada todos los espacios. Eran esos, momentos de paz que pocas veces se veían alterados por los recuerdos de la noche anterior.

En una ocasión en la que mis calzones amanecieron manchados por lágrimas distintas a las acostumbradas, tuve que correr a lavarlos en la fuente del patio porque no había agua en ningún otro lugar de la casa. Entonces el fondo metálico me encandiló. Comprendí que algo había cambiado y me sentí ridícula. Esa misma tarde retiré todas las monedas de la fuente. Las reuní y obtuve lo suficiente como para comprar hilos y agujas, una nueva esperanza. Comencé a tejer.

Poco a poco, la agilidad de mis manos fue convenciéndome del transcurso del tiempo. Hallé mis dedos más largos y fuertes, miré mis brazos, mis piernas, mi cuerpo todo. Ya no era la misma, sin dudas. Levanté la mirada y vi a mi madre escurrir las sábanas del cuarto al que yo jamás había entrado. Tampoco ella era la misma. Miré su cabello colmado de canas y justo entonces una sombra ingresó en mi cabeza.

Rato después me desperté entre sus brazos… Ella me abrazaba y me preguntaba, como si pudiera yo responder, como si pudiera yo saberlo, qué me pasaba, por qué me había desmayado... (Mi madre. Ella nunca fue, sólo estuvo. Y su estar fue como ráfagas de un viento que refresca y da vida sin ser vida por sí mismo). Tres meses después, expulsé esa parásita sombra de mi vientre con las mismas agujas con las que tejí mis oscuridades. Nadie nunca se enteró de ese estallido.

Una mañana del mes de mayo, a través de la cortina de ruido que hacía la lluvia, me despertaron los gritos desesperados de mi madre. Me levanté, bajé las escaleras y sólo me faltaba descender un escalón cuando vi salir de la habitación de mi abuelo, una nube negra que se arrastraba rápidamente por el piso y se dirigía hacia la salida de la casa. Sin terminar de bajar las escaleras, me asomé hacia el interior de aquel cuarto. Mi madre intentaba librar del tejido de sombras el cuerpo inerte de aquel viejo adán. Miré la escena y sentí infinito temor. Meses después, cuando ya el cadáver del viejo reposaba en los cuerpos hinchados de los gusanos, sentí placer…



Seres nocturnos, escurridizos e indeseables se apoderaban de mi cuerpo, lo recorrían, lo palpaban. Me asqueaba la humedad viscosa de sus cuerpos que se retorcían, intentaba desprenderme de ellos pero por cada uno que apartaba, dos avanzaban por sobre mi piel. De lado y lado de mis muslos, sentía ascender la frialdad de sus cuerpos babosos. Sombras. Mis manos intentaban evitar la invasión de mi intimidad de manera infructuosa. Nubes. Los sentí penetrar mi ser y recorrerme frenéticamente como en busca de algún botín. Dolor. Asco. Dolor. Fue entonces cuando me desperté y me encontré de pie sobre la cama, con los calzones en las manos y la sensación de haber estado llorando.