Candela



Yo nunca había tenido una gata. Desde que estaba muy chiquita, más chiquita que ahora, siempre he tenido perros, muchos perros de distintos tamaños y colores… La primera fue Muñeca. Nunca voy a olvidarla. Era negra, de orejas largas y pelo ondulado muy brillante, bellísima. También recuerdo a Zaire, que era marrón y desobediente. Manchita, que… ¡adivinen! ¡sí, tenía una mancha chiquitica! Pongo, que era largo y muy gracioso. Duque. ¡Duque era un encanto! Todos lo adorábamos, menos los vecinos que no lo conocían y le tenían mucho miedo. Y bueno… he tenido morrocoyes también.

La morrocoya que más quise se llamó Mafalda. Le puse así porque por esos días mi mamá me regaló unas comiquitas que se llamaban igual y que a mí me gustaban mucho. Esas comiquitas, por cierto, se las llevó de nuestra biblioteca un amigo de mi papá. Yo me puse furiosa cuando me enteré. Todavía estoy furiosa, y cuando viene el Miguel, que así se llama ese señor, a decirme “Hola fea”, a mí me entran unas ganas enormes de darle un pisotón. ¡Ay, qué rabia con ese señor!

A Mafalda se la comió un perro al que llamábamos Lobo. Lobo nunca me simpatizó demasiado. Mi papá lo encontró vagando por la calle y lo trajo a la casa. Lo expuso como un trofeo: “Miren qué perro tan hermoso me encontré. Debe ser un pastor belga. Miren qué pelaje tan negro y brillante”. Sí, Lobo era muy bonito, pero la verdad es que a mí me resultaba bastante odioso. Por eso, cuando mi prima Carlota -que siempre quería tenerlo todo- quiso quedarse con Lobo, yo no dije ni pío y me fui a conversar con Mafalda al patio. Ahora creo que hice bien en no simpatizar con Lobo, claro. Al poco tiempo demostró que esa elegancia y altivez que portaba era sólo una máscara, resultó ser un perro bastante vulgar capaz de vaciar el caparazón de mi amiga y largarse a la calle para tumbar pipotes. No guardo ningún buen recuerdo de ese perro.

Papá también llevó otros animales a la casa. Una vez se apareció con una zarigüeya que metió en una jaulita minúscula. Le ofrecía frutas e insectos y el pobre animalito los comía con una pena enorme. Como era un animalito silvestre y era capaz de morder con mucha fuerza, mi papá nunca le abría la jaula. Se imaginarán ustedes que el hedor que emanaba de allí era espantoso. Además, nuestra casa siempre ha sido muy pobre, no tiene ni ventanas y se acumula la humedad. Estaba todo muy horrible. Un día mi mamá se cansó de tanta cochinada y de tanta tristeza y dejó escapar a la zarigüeya hacia el terreno del señor José, el vecino, donde hay unos árboles de aguacate y unas matas de chayota. Cuando mi papá llegó, armó el escándalo porque ¡QUÉ ABUSO! ¡CON QUÉ DERECHO!

Mi papá no tardó en reponer a la zarigüeya. Quizá para molestar aún más a mi mamá, a los pocos días se apareció con un ciempiés que metió en una pecera. El animal era enorme, su cuerpo color negro profundo y sus patas todas rojas y brillantes. Bueno, al menos así se veía los primeros días. Con el paso del tiempo, fue perdiendo todo brillo. Lo que nunca perdió fueron las ganas de escapar. Cada vez que nos acercábamos a mirarlo, lanzaba veneno, se enfurecía y trataba de trepar por los vidrios. Mi mamá vivía asustada pensando que aquel bicho pudiera un día escapar y picarnos a mí, a Daniel o a Estela, así que un día la vimos armarse de valor y una lata de insecticida. Vació todo el insecticida en la pecera y el pobre ciempiés nada que moría, se revolvía furioso… mi mamá sintió mucha culpa y apartó la lata pensando que quizá era mejor que no muriera, pero al poco rato el animal se dio por vencido y murió. A ese mi papá no lo extrañó tanto. Yo creo, sí, que lo llevó para molestar a mi mamá.

La serpiente tragavenado la llevó meses después. Llegó diciendo que se la había comprado a un muchacho por allá por el Café donde él se la pasaba fumando pipa y jugando ajedrez. La serpiente era linda, brillante, a mis hermanos y a mí nos gustó mucho. Mi papá nos dejó cargarla y nos la colocamos sobre el cuello, nos sacamos fotos, la dejamos andar por toda la casa… ¡Era tan mansa que se asustaba de mi morrocoy! Podíamos hacer todo esto porque a la serpiente le habían arrancado los colmillos, claro. Mi papá nos lo dijo desde el principio, para que no tuviéramos miedo. A mi mamá no le gustó que mi papá trajera otro animal y dijo: “Ya veremos cuál será el destino de esa pobre culebra”. Y sí que fue triste el destino de la tragavenado, porque al principio mi papá compraba ratones blancos para darle de comer, pero luego se aburrió y la dejó metida en la misma pecera donde había estado el ciempiés… la pobre perdió todo brillo y murió de hambre, de tristeza o de todo junto.

Y más o menos similar fue el destino del gavilán que llevó luego. Y no pasó nada muy distinto con la lechuza ni con el turpial… todos llegaron a la casa llenos de vida y murieron víctimas del aburrimiento de mi papá. Yo no sé por qué a él le gustan tanto los animalitos que no pueden vivir en las casas. A mí y a mis hermanos nos gusta ver y tocar esos animalitos, pero al poco rato nos damos cuenta de que ellos no pueden sentirse bien junto a nosotros, se ponen tristes y feos, mueren todos, siempre.

Una vez le dije a mi papá que no me gustaba que trajera animalitos salvajes a la casa y me dijo que si me iba a poner con esas tonterías, se iba a llevar a mi morrocoy porque ese era un animalito salvaje y además estaba en peligro de extinción y que si los militares me veían con él me iban a llevar presa. Me asusté tanto que nunca más le dije nada sobre ese asunto. Yo no quería que ningún militar viniera a quitarme a mi morrocoy y menos quería ir presa, yo siempre le he tenido rabia a la policía. Y a esos tipos de verde, más rabia aún, porque esos son los más brutos. Mi abuela siempre me cuenta historias de militares malvados que se llevan a los muchachos de las casas y los devuelven muchos meses después en el purito hueso, magullados y tristes. Mi mamá me dice que es la recluta, que por eso mi primo Rodrigo se queda encerrado en su casa viendo televisión cuando dicen por las calles que andan reclutando muchachos.

A ver, bueno… ¿Y por qué yo les estaba diciendo todo esto? ¡Ah, claro, porque quería contarles de Candela! Candela llegó hace tres días. Se había ido la luz en la casa y mi mamá y mi papá no estaban, así que Estela, Daniel y yo estábamos asustados y pálidos, más blancos que carnita de coco tierno. Era de noche, hacía poco que había empezado a oscurecer, y entonces tocaron la puerta. Los tres pegamos un salto y nos miramos las caras a ver quién iba a ser el valiente que fuese a abrir la puerta. Mi hermano me miró, yo miré a mi hermano, pero la tonta de Estela puso el voto decisivo cuando me miró a mí. Siempre me toca correr con la peor parte de ser la mayor. Fui hasta la puerta y me tranquilicé al escuchar la voz del señor José. Abrí entonces y miré que el vecino tenía entre las manos una gatica muy chiquita y amarilla. La extendió y me dijo: “Supongo que es de ustedes, la encontré llorando en las escaleras”. “No, no es nuestra”, dije mientras la cargaba. “Ahora ya lo es. Cierra bien la puerta hasta que lleguen tus papás.”, me dijo el señor y se fue.

Cuando llegué al cuarto con la gata, mis hermanos se pusieron contentísimos. Enseguida comenzamos a buscar un nombre apropiado para ella. Después de mucho discutir, también por votación acordamos que se llamaría Candela. La llamamos así porque la descubrimos colocada como una pequeñita fogata amarilla ante nosotros y supimos así, que ella vino a alumbrarnos la noche. Jugamos con ella un buen rato, luego le dimos un poquito de leche que quedaba en la nevera y le acomodamos una cajita. La pobre gatica no dejaba de llorar, así que nos imaginamos que debía haberse separado de su mamá hacía muy poco tiempo.

Eran casi las nueve de la noche cuando llegaron mi mamá y mi papá. Andaban peleados y se habían ido a discutir a la plaza, para que nosotros no escucháramos. Ahora venían con caras largas y casi ni hablaban. Al ver a la gata, mi mamá dijo: “Lo que faltaba. Definitivamente, lo que se hereda no se hurta”. Mi papá no dijo nada y se fue a dormir a la sala, con el televisor encendido y el cenicero junto a la almohada.

Ayer mi papá se fue de la casa otra vez. Siempre que pasa esto me gusta pensar que él va de viaje por muchos países de nombres extraños y volverá con muchos regalos aún más raros y maravillosos. La verdad es que nunca pasa eso, él siempre está en el Café fumando pipa y jugando ajedrez. Se ha llevado toda su colección de monedas de países a los que nunca ha ido, los discos negros como platos… ¡Incluso los nuestros, los de Las Ardillitas, La Pulga y El Piojo, Cri-Cri, Cepillín, todos, todos se los llevó! Y mi mamá dice que seguro los venderá a cuatro lochas o los cambiará por una caja de cigarros. ¡Ay, qué rabia con mi papá!



Mi mamá nos ha permitido quedarnos con Candela porque dice que los gatos son animales más independientes, que ella podrá rondar la casa y volver de vez en cuando por la comida, que nosotros no debemos apegarnos mucho a ella porque quizá un día decida irse… Ese tipo de relación es nueva para nosotros. Nunca hemos tenido un animalito con derecho a decidir si irse o quedarse. Mi mamá también dice que hay que aprender a soltar, a desprenderse de las cosas, los animales y las gentes. Dice esto mientras acaricia por primera vez el pelo amarillo de Candela y una lágrima se lanza desde sus negras pestañas.