Las Cervezas del Gon Sous



Orino largo las cervezas del Gon Sous, antro adorado por lo más bajo de la estructura académica. Las veo caer y mezclarse con el agua de esta sucia poceta pública. Detengo la mirada en las costras (¿de plástico?) que luce el artefacto. Siento asco. Por fin, cesa el fluir del licor y puedo enderezarme, subirme los pantalones y mirar el tanque… La única forma de bajar la poceta es metiendo una mano para levantar la tapa que deja correr el agua. El tanque se ve más sucio que la poceta (y recuerdo que hace dos noches una de las friticas de Artes descargó su borrachera justo allí dentro y Juan, el eterno dependiente, la sacó a empujones del local), aún así levanto la tapa para que corra el agua. Mientras observo el círculo desenfrenado que grita y bulle, no puedo dejar de pensar en Carmen Medina.

La muy estirada había tenido la osadía y el mal tino de acusarme, ante toda la institución, de plagiar aquel inservible trabajo sobre Saramago y la posmodernidad. Que «el trabajo está muy bien hecho para ser de una estudiante de pre grado», dijo a su preparador, un carajito que lastimosamente asumió el puesto y que vio dos o tres materias conmigo sin demostrar mayores dotes intelectuales, un lameculos de oficio y chismoso por afición, un mediocre con promedio, con complejo de escalador, como casi todo preparador. En fin, que pienso en Carmen Medina mientras veo correr el agua, las cervezas y mi orina. Pienso en Carmen Medina y en todas las historias que se tejen en torno a la razón de su cargo y a su hueco cerebro. Pienso en Carmen Medina y en su preocupación por las dietas, la escasez de leche descremada y el maldito discurso posmoderno de género. La veo rebullir en la poceta del Gon Sous… ¡Adiós, Carmen Medina!

―Entonces, como te decía, chama, camarada, acá nada va a cambiar hasta que hagamos implosionar la universidad. Desde donde tú y yo estamos, no podemos hacer más que revolver la vaina de vez en cuando para mantenernos despiertos. Pero tú sabes, ya nos tienen prensados por detrás desde hace décadas. Y el peo con estos carajos es…

― ¿Qué hora es ya?― interrumpo yo.

―Todavía da chance para una más. Déjame terminar de explicarte la vaina.

―Hablamos mañana. Me tengo que ir.

Total que salgo del Gon Sous y subo al autobús que me dejará en San Martín. Y mientras veo la chiripa que se pasea de un extremo a otro del cristal de la ventana, amenazando con caer sobre mis piernas, pienso en ella. Sí, en Carmen Medina. Que si el discurso de género, que si la otredad, la posmodernidad y tal o cual paja loca. El cantinfleo de Carmen Medina había recorrido el mundo, había llegado disfrazado de conferencia ante los gringos y nos había ganado, según dicen, el odio, el desprecio y la subestimación de los rubios comechicle. ¿Quién iba a detener a Carmen Medina en su ascenso a las cumbres académicas del poder? ¿Quién iba a develar la estafa que era su cráneo? Nadie. Nadie sería, porque Carmen Medina era la mujer del rector y Carmen Medina tenía bien agarrados los miembros de todos los cabrones profesores de la universidad.

―Estación Mamera. Tren con destino estación Zoológico.

Otra vez detrás de la franja amarilla, límite de mi seguridad, y mirando las placas negras de concreto, topo con una rata que se pasea por los rieles, loca ella, sin instinto de conservación, la muy bestia. Veo ahora a la rauda criatura que pasea y recuerdo el almuerzo del día en el comedor de la universidad, pienso en la duda que me generó aquel empanizado. No era pollo ni pescado, mucho menos vaca. ¿Sería rata? Una rata grande y gorda de esas que sobran en la universidad. Una rata de esas que abundan en el comedor y en el depósito de basura. De esas que también se disfrazan de gente y asumen las jefaturas de cátedras. De esas que hay tan gordas y tan grandes como Carmen Medina. De esas sucias ratas académicas, herederas de pilas y pilas de libros viejos, tesis inservibles y trabajos engavetados. Ratas de universidad, tan cultas ellas.

La verdad es que merecía aplazar la materia de Carmen Medina. Merecía aplazarla porque sólo entré dos veces este semestre. Entré para evaluar que su CD-Room siguiera rodando a pesar de las ralladuras, para mirar lo linda, sí, linda que era su laptop nueva donada por el Centro de Investigación y para jugar, cómo no, a hacer figuras de sombras con el proyector. Merecía aplazarla porque no fui tolerante a su discurso cantinflérico. Merecía aplazarla porque me atreví a negar la posmodernidad y a cuestionar su discurso. Me atreví, maldita sea, a escribir un ensayo medianamente bueno, superior, claro está, a sus conferencias dizque latinoamericanistas de tinte pro-yanqui. Bruta yo. Debí acompañarla a sus marchas por la libertad. Bruta yo. Debí regalarle una lata de leche descremada y alabar su forma de levitar, no de caminar. Bruta yo.

Al fondo se escucha que no basta rezar y yo me sonrío y pienso que ese loco debería seguir vivo y mirar lo buena que está la cosa ahora para rezar. Y en eso llega el trencito y sus líneas de colores me marean más pero sin esfuerzos me subo. Ya es tarde, pienso, y no me importa en verdad.

Carmen Medina una vez me quiso, creo yo. Eso fue antes de enterarse de que yo tomaba cervezas en el Gon Sous, visitaba el Centro de Estudiantes y leía a Galeano. Eso fue antes de la clase sobre el realismo social. Fatídico día ese. Y dos días después cómo es que una niña tan linda como tú va a andar con una gente tan fea, tan violenta. Y yo que no sé qué contestar, que siento ganas de reír y debo aguantar. Y ella que me amenaza dulcemente con expedientes disciplinarios y manchas de historial académico de por vida y yo que pienso en que esta gente sí que es democrática y plural, tengo que retirar la materia.

Son estos viajes en metro los que me permiten estar a solas. Últimamente son los únicos momentos conmigo. Cuarenta y cinco minutos de yo con yo, de esta mierda que es pensar en lo que hice o dejé de hacer. Y es esta pasarela la peor parte, porque la carrerita aquí es más empinada y peligrosa y si a una señora violenta y gorda se le ocurre tropezarme, me veré rodar largo como las cervezas del Gon Sous y caer inconsciente a los pies de la escalera.

Aquella fue la primera vez que retiré la materia de Carmen Medina. Las tres veces siguientes fueron bajo condiciones menos dramáticas, más espontáneas, digamos. Una vez dijo que Britto García era un ser de escritura inteligente a quien se le había negado la inteligencia. Otra vez se subió, frenética ella, a su escritorio para asomarse a la ventana y mirar pasar una caravana por la libertad. Otra vez dijo que los estudiantes del Centro eran unos charlatanes de la política, unas carcomas roe pupitres. Todas las veces le repliqué y todas las veces me arreché y retiré la materia, aunque hoy pienso que debí callar a la tercera, esa vez sí debí callar.

Y esta última vez ha sido terrible porque no la retiré pero tampoco soporté asistir a las clases. Fui, muy lista yo, a todas las pruebas fijadas en el cronograma, presenté todos los trabajos. Y aún así ocho, aún así siete. Siempre siete porque no dije, maldita sea, que los zapatistas eran unos sucios campesinos saqueadores y violadores de mujeres. Porque no dije, coño, amén a Octavio Paz. Y para colmo, un trabajo sobre Saramago y la prensada posmodernidad de Carmen Medina. Un trabajo inservible de citas impecables, con número de página y puntito detrás del paréntesis; unas citas, maldita sea, que levantaron las sospechas de Carmen Medina, la investigadora que no sabe citar. Y luego la acusación, la defensa, la imposibilidad del veredicto y mi siete sin razón. Mi siete y las ganas de matar a Carmen Medina.

―Bienvenidos a la estación terminal Alí Primera, bla-bla-bla, conciencia del deber social―, dice esa voz de sifrina en entrenamiento.



Y de nuevo otra carrerita hasta los torniquetes. Y otra hasta la parada. Y ya es tarde, coño, y no hay autobuses después de las diez y no queda de otra que pagar un taxi y voy, qué peo, mareadita. Veo que viene el taxi, lento, lentico o es que no veo bien, que voy turuleca... Y lo paro, qué más da, y él se para y yo abro la puerta trasera y subo, loca yo, y no he cerrado la puerta ni montado el pie derecho cuando el carro arranca y siento y veo bajo mi pie izquierdo una inmensa bolsa negra y, loca, miro al conductor que va pegadísimo y, mierda, ahora lo sé, la muerte lleva el rostro de Carmen Medina: vomito la bilis sobre la bolsa antes de sentir el círculo frío sobre la frente. Me jodí.