Certeza de Alas

Ilustración de Paula Bonet


La feliz locura que esgrime el papagayo no da posibilidad alguna a la negación, sobre todo porque Malva ya ha soñado con la mirada atávica de aquel ave entre sus pliegues, lo ha materializado más de una vez en sus dedos, lo ha invocado y evocado. Han sido sus cantos los que han doblegado la quietud de Malva. Y ella lo agradece desplegando también sus ansias.

La ciudad, manchada y oscura, no parece tan acechante cuando priman las urgencias del amor. Por sobre ella avanza Malva, arrastrada nuevamente hacia la búsqueda frenética de habitaciones corroídas. De su costado va prendido el furor de las tierras que habita, el ser alado de rojos cantos selváticos. Ella lo deja ir y hacer en primera línea y gusta de mirarlo y saberlo porque comprende también que esta ocasión será breve y luego sólo materia prima para la construcción de una nueva querencia. «No hay ni un metro cuadrado donde se pueda amar», trina la voz de El Payo, mientras un segundo dependiente niega disponibilidad de un nido.

Desde la primera vez que se encontraron, Malva reconoció en él otro plumaje, más hermoso que el suyo, sí, pero también más cansado. Besó entonces aquellas alas y quiso acompañarlas apenas un trecho, lo suficiente como para aplacar el cansancio de él y la tristeza de ella, para recibir también alguna digna lección de vuelo en ese cielo compartido, el sacrificio húmedo de alguna cobardía agazapada. Por eso, hoy no hay nada casual, todo cuanto ocurre ha sido ya premeditado y es fruto de aquel encuentro de los juntos. Ambos lo saben.

Ante la desnudez de dos cuerpos que apenas se han mirado, aquel ganado cuarto de hotel teme el desacierto y recibe a los pasajeros con la frialdad propia de sus visos hospitalarios. Huyendo del poco entusiasta lecho, el roce de alas se ha fraguado en vertical y un abrazo se hace necesario para vencer el miedo a las pieles disímiles. De este modo, fundido el rojo plumaje con los violáceos pétalos, Malva y el papagayo son un corazón de arcilla que palpita al ritmo de un estallido de mar.

Navegando Malva sobre el ave ha descubierto hecho realidad su sueño: aquellos ojos, ancestrales y recónditos, bajo los suyos, entre sus muslos. Paramnesia del placer, aquella imagen dispara a la mujer hacia el talud de su ardor; Malva ofrenda sus arroyos encendidos ante la lengua vasija del papagayo y exhala un lamento culposo por cada contracción onírica. Ahora, Malva se sabe alada.

—La certeza de una lengua es garantía de victoria también en el amor—, ha sentenciado el papagayo ante la pequeña muerte de Malva. Y olvida que antes de ser palabra fuimos carne y pensamiento.

Dos horas de ígneo vuelo no bastan para surcar tanto cielo, sin embargo. Los tizones aún emanan el tibio humo. Malva abraza el crepitar de sus muslos. El papagayo todavía tiene sed en la piel. Pero ya no hay tiempo y tocan a la puerta.

Malva es un ave joven, lo suficientemente joven como para resguardar aún la mayor parte de su ingenuidad experiencial, no tan joven como para no reconocerse en pleno crecimiento. Por eso ahora los pétalos se distienden sobre la certeza de que no es este sino un cuerpo fugaz, un vientre pasajero que se comprime ante la cosquilla y que lejos de toda promesa es garantía irrefutable de una página más. El papagayo ha vivido mil mundos. Por eso ahora sonríe victorioso, feliz de su paso y su huella, construido nuevamente por la evidencia de sus diligentes alas, de su saberse pájaro.

Los encuentros debieron sucederse, hubiese sido lo justo: morir tantas veces como lo requiriera la lucha vital que somos. Después de todo, habían precedido muchas noches de cantos rebeldes que iban y venían de un extremo a otro del territorio exigiendo un juego, la alegría del hacerse en confluencia. Pero ya no hay tiempo. No hay tiempo ni hornillas disponibles para un ardor a fuego lento. El hambre de los cuerpos también desespera y anhela dietas ligeramente digeribles, transitorias. Eso somos: corazones serpenteando en un valle enmarañado y oscuro.

Malva y el papagayo se mueven, ya lentamente, hacia una nueva encrucijada. Ambos están tocados del ala. Ninguno se lamenta. Uno frente al otro, se reconocen. No hace falta palabra alguna para ratificarlo. Basta una mirada que se sostiene apenas por segundos y desciende para elevar un pensamiento común, el mismo deseo de partir.


Como si debiera desprenderse de algo ante Malva, el papagayo exhala un poema: canto en hoja rayada y fruncida; canto también a contrarreloj, revoltoso y alado; voz del hombre libre que se inclina ante la mujer pantera. Malva toma aquella hoja y la siente evidencia del encuentro, migajas de pan en el camino trazado junto a un ser perdido y hallado en la nocturnidad, en la parte certera de nuestro destino. El amor que nos profesamos casi siempre está hecho de versos libres. Lo negro es bello.