No hay que salir de la casa



A Ernesto,
porque un día, al fin,
nos encontremos

Llueven copas diminutas sobre el techo de zinc. Cada cierto tiempo el sonido roba nuestra atención. Y a veces son gatos que pasean, a veces son lagartijas que cazan. Pero siempre hay sonidos en el techo. Nos miramos y tratamos de adivinar. Cuando damos con la respuesta más satisfactoria, reanudamos los juegos (o las peleas).

Hoy los sonidos no son de las copitas que llora el árbol, ni de los gatos que pasean, ni de las lagartijas que cazan. Es el grito de la lluvia que azota nuestro hogar durante horas. Nos encerramos en el único cuarto y entre los dos construimos la fortaleza que habrá de protegernos. Algunas tablas sirven de paredes y las sábanas de la cama son para nosotros un techo más seguro. Dentro, almohadas y cobijas prometen alejar el frío que se cuela por las hendijas de las ventanas.

Mientras tanto, la lluvia desespera e ingresa al hogar en forma de goteras. Corre libre el agua por el suelo de tierra hasta formar un pantano. Lloramos de miedo mientras rezamos a un dios ausente para que se vaya la lluvia. Dos horas después nos hemos dormido a pesar del escándalo en el techo.

Ahora despertamos y nos hallamos tendidos sobre las sábanas llenas de pantano, las recogemos y las sacamos ante los ojos de un sol enclenque, volvemos al hogar exhausto y reorganizamos las tablas de nuestra improvisada fortaleza, nos sentamos junto al radio y entonces podemos escuchar la voz monocorde que narra las noticias del día. Enseguida cambiamos el dial en busca de la música que nos alegraría el ocaso, pero no hallamos más que estática.

De pronto, entre tanto ruido, surge una voz irreconocible, espeluznante, que pronuncia nuestros nombres con total claridad: Daniel... Clara... Nos miramos y el terror se ha dibujado en nuestros ojos. Como si fuésemos uno solo, nos ponemos en pie y corremos hacia el patio de la casa. Allí permanecemos, dentro del inmenso pipote en horizontal que había servido como casa a un perro que se nos murió de hambre. Nos abrazamos y lloramos. No hacemos preguntas ni comentarios porque sabemos que ninguno puede dar explicaciones a lo que ha ocurrido con la radio.

Casi a las once llega mamá. La miramos entrar a la casa y salir poco después con la correa entre las manos. Sabemos que no podremos librarnos de aquel látigo a pesar de todo lo que podamos argumentar para no haber cumplido con la ley principal de nuestro hogar. Es Daniel quien sale primero para hacer frente a la correa de mamá. Yo lo observo acercarse a ella sin timidez y con valentía. No hay danzas. Mamá lo toma por un brazo y le ha estampa cinco correazos en las piernas desnudas. Adopto las lágrimas de Daniel, las que él no quiere, y lloro por ambos. Aún desde el barril le grito a mamá que no me pegue. Ella se acerca hasta mí y puedo ver su rostro anegado en humedades. Intento abrazarme a sus piernas y besar sus manos, pero ella me desprende de sí y a pesar de mi danza puede asentar los cinco correazos en mis piernas.

Luego, mientras calentamos nuestros cuerpos en la única cama, Daniel intenta contarle a mamá por qué nos hemos salido de la casa. Ella no quiere escucharlo, le exige que se duerma y la deje dormir. Mamá está cansada. Al día siguiente, Daniel y yo nos despertamos como todos los días, a la misma hora.

Mamá ha dejado el desayuno de ambos cubierto en la cocina. Comemos y limpiamos los platos, los vasos, todo. Entonces Daniel propone que juguemos al escondite. Le digo que no quiero, que me da miedo ese juego, que me da miedo esconderme sola. Pero tanto insiste mi hermano que al poco rato me encuentro contando contra la pared de la cocina. Cuento lentamente y dispuesta a cumplir con la norma: llegar a cien. Escucho a Daniel correr por toda la pequeña morada, buscando un lugar propicio para esconderse. De pronto, cuando ya voy por el número cincuenta, cesan los ruidos de mi hermano. Aún así, sigo contando. Segundos después busco por todos los rincones, bajo todos los trastes. Busco impaciente hasta que se me ocurre que Daniel, amigo de las trampas, ha salido hacia el patio. Abro la puerta y miro hacia afuera. Sólo el barril está en el patio, sólo el barril en horizontal, vacío. Empiezo a dudar de mí misma y vuelvo a buscar dentro de la casa, bajo la cama, junto a las cajas, bajo los trastes... No. Daniel no está en la casa. Lo llamo a gritos, sollozo y le anuncio mi rendición. Mi hermano no aparece. Me invade el terror.



Daniel apareció dos horas después. Entró a la casa y su rostro estaba muy pálido. Me sorprendió llorando sobre el piso de tierra, construyendo ya mi pequeño pantano. No hizo más que levantarme y llevarme a la cama. No dijo palabra alguna. Regresó a cerrar la puerta y aseguró muy bien las ventanas. Después de mucho rato, cuando ya mis lágrimas se habían agotado, vi su rostro surcado por una tristeza que no nos era conocida. Le pregunté, asustada, qué te pasó, por qué te fuiste. Él volvió su rostro hacia mí y sólo dijo no hay que salir de la casa.