Rabo de nube

Masao Yamamoto


A José.
De mis amigos,
el mayor.


También yo invoco un silencio que es eco y retorno para ti. Y paso revista a los recuerdos escondidos entre las páginas del libro y aún puedo verte huir de las miradas del mundo. Yo también callo y me escondo, para no contar. Pero de poco vale. Hasta mí llegan rumores de voces que cuentan tu historia, triste, gris, trágica. Cubro mis orejas con la esperanza de evadirlos pero se cuelan, son ágiles. De pronto me indagan. De pronto pretenden que me una a su coro y me niego. Sí, asiento con tristeza a lo que dicen. Casi todo es verdad, casi todo. Pero hay otras historias. Hay historias que no se cuentan porque han quedado plasmadas sólo en este libro secreto. Y esas son justamente las que redimen parte de tu existencia.

Este libro deja escapar, sin que yo así lo quiera, un sábado anegado en lluvia. Claramente diviso la carretera cercada por árboles. Puedo mirarte a los ojos, enormes ojos, y leer el momento. De repente, eras feliz. De tus labios nacía una canción de tu juventud, de mi infancia. Y la canción, originalmente hermosa, iba desfigurándose con tu entusiasmo. Entonces ya los años se acortaban y no existía jerarquía digna de ser respetada. Entre bromas y risas, mis oídos exigían el silencio, sin encontrarlo. La única salida posible, escuchar al niño que cantaba dentro del hombre cansado.

Ahora el libro empuja hacia el exterior una hendidura, un sobresalto, la larga alegría de ser joven al fin. La atrapo y cuidadosamente la regreso a su página. Desde allí me dispara una sonrisa cómplice y mi pecho la recibe y la acuna, en tu honor.

Intento cerrar el libro, pero como aquella tu inquieta biblia, se abre inesperadamente y expulsa sus hojas vestidas de historia. Otro sábado se escapa y ahora el frío hace temblar la memoria. Niñas rubias vestidas como muñecas se pasean ante una iglesia de pueblo. Las miras desde lejos mientras aniquilas un durazno y de tu boca brota un juicio lapidario contra el sitio de costumbres foráneas. Celebro el evento y desnudo las contradicciones hasta que admites las falacias y entonces reímos esa manía nuestra de romper los encantos mundanos con el punzante verbo heredado del oficio. La única salida posible, convivir con nuestra eterna amargura de críticos.

Y un triste rumor me dice que llegó el momento. Recuerdo entonces cada una de tus proféticas palabras y siento confianza en lo que sigue. Sí, luego del tornado, queda sólo eso, la esperanza. La esperanza de que todo esto no haya sido en vano. La esperanza de que tu lección teológica sea cierta, que mi poca fe sea tan sólo un pequeño e insignificante error, que nos volvamos a encontrar en otra escena, otro capítulo, otro lector, otro libro.