Enajenadas

Apenas logré asentar en palabras mis emociones largamente postergadas en nombre de la mortal frialdad asalariada. Ante el discurrir temeroso de mi voz, en sus ojos se formó un infinito y húmedo lodazal. Su rostro acunó toda la sangre de su cuerpo y en sus labios, una tensión bien apretada impuso el silencio para ambas.

Era imposible sostener la vista sobre aquel rojizo y mudo espanto. Me levanté y puse a calentar el agua, me concentré en cebar el mate que me acompañaría cuando ella se despidiera. Mientras lo hacía, la mujer acorralada repasaba los libros de la biblioteca como si en ellos acaso pudiera hallar una solución al embrollo vital en que yo acababa de colocarla. Sentí compasión ante su incapacidad para decir, para contestar a mi certeza, para declarar su no reciprocidad, su deseo de salir corriendo del centro de mi hogar. Le acerqué el mate amargo y comprendió entonces que no esperaría por ella, que no iba yo a obligarla a fijar posición, que todo podría finalmente continuar en los términos que impone la necesidad.

Discúlpame -le dije-, sólo puedo pedirte que lo olvides si te hace sentir mejor. Asintió apenas y volvimos a retomar las observaciones sobre la labor conjunta que debíamos alistar. Trazamos un rápido esquema de trabajo en el que los encuentros materiales fuesen los menos. Tres Excel compartidos al e-mail y todo quedaba saldado.

Ella se levantó para irse, yo me hundí en sus ojos y caí hasta tocar el corazón ardiente de la tierra. Ya soy cántaro de greda, vacío.

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