El hogar sobre la piel


Despojada de todo excepto del propio cuerpo, tu piel se volvió la última frontera, la infranqueable. Por eso, cuando te ofrecieron ponerle un precio no sólo te negaste, sino que fortificaste los jardines y elevaste las murallas. Como resultado, la aridez hizo cuna en tus poros. Al principio pensaste que la causa habría sido el invierno, la dureza artificiosa del agua… Constataste luego que se trataba de la ausencia de otras pieles, del vacío de caricias. Gigante en tu egoísmo conquistado te has sentido desde entonces. Pequeña en libertades te reconoces también.

Y es que la defensa de tu única posesión ha entumecido tu espíritu. Aquel cuerpo que debió girar treinta veces alrededor del sol para hallar el universo en su centro, para acunar todo el Caribe entre sus piernas y desatar maremotos, para hacer estallar las blancas olas sobre caminos empinados, hoy no es más que un seco carretón del que otros descargan voces, palabras y cuidados.

Extiendes tu piel sobre la mesa del artista, elevas los brazos para aferrarte a la espalda de la silla y dejar la tuya como un lienzo a su disposición. Piensas que tu desnudez podría convocar el olor de sudores, salivas y semen. Sin embargo, todo es aséptico y frío allí. Finalmente caen las murallas, son abolidos pasaportes y visados para que penetre la agujapincel. Un caracol ha hecho morada en tu piel, será eterno como el Amaranto sobre el cemento, como la Pira contra la muerte.

La biznieta de Estefanía


Dentro de una maleta. Dentro de una maleta que Josefina guardaba celosamente en la parte alta de su inmenso closet. Allí viví junto a mis hermanas tras la muerte de Estefanía. Viví a medio hacer, sin cabellos y sin rostro, desnuda y hedionda a naftalina. La hija no se animaba a juntar los hilos que dejó sueltos la madre. Y durante décadas no tuve ojos para mirar la oscuridad de mi abandono. Tuvo que estallar un vaso en la cabeza de Josefina, tuvo que derramarse la sangre dentro de sus recuerdos… Entonces fueron sus hijas quienes acudieron al rescate, la llevaron consigo y más tarde, mucho más tarde, vinieron por mí. Los retazos que junto a mí hallaron fueron para ellas un tesoro recuperado, la memoria de una abuela que trabajó en las tabaquerías y que mató las horas de ocio en el oficio muñequero. Una abuela de piernas gruesas que creyó huir de la enfermedad cada mañana, mientras se untaba sus propios orines en las pieles arrugadas. Pero ni esa memoria bastó para que me dieran un rostro. Las nietas de Estefanía se juntaban durante su juventud a construir figuritas de fieltro para las navidades, pero ya adultas no encontraron dentro de sí el motivo para coser mis vestidos y los de mis hermanas. Por suerte, tuvieron el buen tino de no retenernos.

Fue así que algunas de nosotras llegamos a las manos de la biznieta, la que heredó de Estefanía ese lunar del tamaño de una mosca entre los muslos. La biznieta que siendo niña huyó de mí y de mis hermanas porque le parecíamos feas y ordinarias en comparación con las barbis que anhelaba. La misma que sintió asco de aquella vieja que olía a orines y a tabaco. La misma que alguna vez encontró refugio en los cuentos de Estefanía bajo una noche de lluvia torrencial, y guardó para siempre la desconfianza que le inspiró un Bolívar cabalgando sobre el techo de cinc, en busca de cuerpos para arrastrar a una guerra. Y con la biznieta yo encontré un rostro similar al que me hubiese dado Estefanía. Encontré una extraña cabellera cana y un vestido hecho de retazos. También una pantaleta nueva. Mis hermanas, por su parte, vieron remendados sus vestidos, completados sus cuerpos, nacidos sus cabellos. Por fin, las manos de Estefanía renacían en las de su biznieta para darnos lo que nos debía.

Y vivimos tranquilas por un tiempo. Un tiempo breve. Porque pronto mis hermanas y yo nos vimos de vuelta en una maleta. ¿Una maleta? ¡Qué va! ¡Una mochila! Una mochila apenas logró hacer la biznieta mujer. Y entre tan pocas cosas viajamos nosotras, las muñecas de Estefanía. A ninguna se nos preguntó si queríamos emprender con ella esa locura. Claramente yo hubiese preferido gastar mi cuerpo de algodón en las tierras cálidas del jobo. Pero ahí nos vimos, burlando fronteras con la que un día nos despreció por burdas. Quién sabe qué conjuro pensó soportarían nuestros cuerpos para fabricarle a ella un sólido puente de regreso. Sentí su temor durante el viaje, pero al mismo tiempo sopesé su determinación. La misma seguridad de Estefanía al construirse diosa creadora y reina de las de mujeres de tela. Y entonces presentí que estaríamos bien, aunque estuviésemos lejos.

Dimos a parar en tierra de otro humus, una tierra helada en su geografía lo mismo que en su hospitalidad. Y entristecimos de no ver el cielo intensamente azul de nuestro terruño. Y entristecimos de no sentir la cercana calidez del mar. Lo mismo le pasó a la biznieta, a quien miramos esforzarse por asentar sus raíces inútilmente. Inútilmente, pues la nueva tierra pugnaba por expulsar cualquier brote foráneo. La vimos mutar kokedama en un intento por sostenerse, pero la sequedad del entorno se imponía para marchitar sus hojas. Finalmente, la biznieta optó por hacer una madeja de sus raíces y echarlas al bolsillo para acariciarlas mientras calentaba las manos del duro invierno, o para mostrarlas levemente a quien por ellas preguntara. Sólo así logró mantenerse de pie durante unos años… Pero con el paso de ellos, sintió que se entumecía su cuerpo todo y su alma entera. Buscó incesante la forma de agitar las tímidas llamas encendidas en el centro, muy dentro, pero cada vez que salía por materia para la combustión, una ventisca helada la azotaba de vuelta a su centro refugio. Se volvió caracol. La biznieta guardó dentro de sí y para sí toda humedad, todos los paseos al río y todas las salidas al mar. Guardó dentro de sí y para sí la única nervadura palpitante con la que esperaba fabricar alguna vez un retorno definitivo a la raíz.

Por esos días de cerrazón, sucedió que la biznieta se hizo tía y se juntaron cuatro mujeres de la estirpe de Estefanía. A mis hermanas de tela les fue encomendado un regreso a las tierras de origen, junto a la nieta de Estefanía. Dijo la biznieta que ellas no merecían el desarraigo que se padecía entonces. Y a mí, por ser la más joven tal vez, se me presentó ante la menor y recién llegada de aquella estirpe. Se me dijo que acompañaría a Martina, nacida en nuevo humus, para recordarle el origen de los suyos. La biznieta, felizmente, tampoco nos retuvo.

Martina es un retoño, aún no asienta sus raíces, sin embargo. Corre a la velocidad de cualquier ventisca y no se enfría con facilidad, posee un calor muy dentro que la hace sudar por las noches y sonríe ampliamente como quien nunca conoció tristeza. Promete ser mujer recia, de carácter voluble como las mareas del Caribe que vio nacer a sus viejas abuelas.

Si me he detenido a contar mi historia y la de mis mujeres, es porque me he tomado un descanso de los cuidados que me han sido encomendados para fabricarme un vestido de invierno con la tía y biznieta. Mientras ella tomaba mis medidas, nos dio por echar un repaso a la memoria. Y se me hace que cuando acabemos de juntar los hilos, habrá alguna voltereta del tiempo jugando con nuestros destinos.

Enajenadas

Apenas logré asentar en palabras mis emociones largamente postergadas en nombre de la mortal frialdad asalariada. Ante el discurrir temeroso de mi voz, en sus ojos se formó un infinito y húmedo lodazal. Su rostro acunó toda la sangre de su cuerpo y en sus labios, una tensión bien apretada impuso el silencio para ambas.

Era imposible sostener la vista sobre aquel rojizo y mudo espanto. Me levanté y puse a calentar el agua, me concentré en cebar el mate que me acompañaría cuando ella se despidiera. Mientras lo hacía, la mujer acorralada repasaba los libros de la biblioteca como si en ellos acaso pudiera hallar una solución al embrollo vital en que yo acababa de colocarla. Sentí compasión ante su incapacidad para decir, para contestar a mi certeza, para declarar su no reciprocidad, su deseo de salir corriendo del centro de mi hogar. Le acerqué el mate amargo y comprendió entonces que no esperaría por ella, que no iba yo a obligarla a fijar posición, que todo podría finalmente continuar en los términos que impone la necesidad.

Discúlpame -le dije-, sólo puedo pedirte que lo olvides si te hace sentir mejor. Asintió apenas y volvimos a retomar las observaciones sobre la labor conjunta que debíamos alistar. Trazamos un rápido esquema de trabajo en el que los encuentros materiales fuesen los menos. Tres Excel compartidos al e-mail y todo quedaba saldado.

Ella se levantó para irse, yo me hundí en sus ojos y caí hasta tocar el corazón ardiente de la tierra. Ya soy cántaro de greda, vacío.

La Gran Avenida


Después de tantas mudanzas, una aprende a palpar la anatomía de los barrios con la prudencia del gato que va de tejado en tejado. Por eso mi primer asomo fue al mapa en el que se hizo evidente una distribución a lo menos romántica de los nombres de las calles. Y decidí que viviría en aquel sector en donde se juntaban los nombres de las flores y los poetas. Me conmovió especialmente el nombre de aquel anarquista de rebeldías líricas y conseguí arrendar una pieza en uno de esos guettos para inmigrantes, puestos sobre el hogar familiar para ser sustento y pensión de los abuelos. Allí me hallé al poco tiempo rodeada del bullicio de los míos, de los que también como yo eran expulsados por el tiempo que nos tocó vivir. Pero no había entre nosotros ningún ímpetu que engendrara asombros, se imponía apenas el diálogo angustioso de la sobrevivencia.

Partí de ese lugar cuando se hizo cercano el mes de diciembre, intuía que la alegre borrachera trocaría en sollozos cuando la nostalgia de esos días abrazara todas las habitaciones. Yo necesitaba seguir evadiendo las pulsiones para poder tolerar la materialidad de lo impuesto. Por eso miré de nuevo el mapa y escuché entonces la melodía de otras calles. Caminé unos cinco paraderos hasta que se hicieron nítidas las tonadas hipnotizadoras de un piano. Me adentré en aquella calle principal preguntando dónde podría hallar arriendo. Di con una casita interior en la calle que lleva el nombre de aquel director de orquesta italiano que en su tiempo también evadió confrontar el horror. Junto a él quise esconderme.

Desde esa casa de techos bajos y pisos de cemento crudo, miro el limonero enfermo que está en el patio mientras el hedor de las cañerías se acrecienta con la tarde de verano. Una gata, también enferma y hambrienta, me ha obligado a dar sustento a la cría que ha instalado en un rincón de mi hogar. Sus maullidos angustiosos me traen a la realidad de un mundo en el que no hay refugio ya para los despojados. Sin embargo, por la Gran Avenida avanza una multitud con voces de trueno y con ella va mi aliento acostumbrado a las mudanzas.

Exilio


No hubo tiempo para el epifragma. "Soy mi casa", recitó para sí mientras su pie era desterrado para siempre de su concha.

Ingredientes de Transición

Compañeras de una radio comunitaria en la patagonia argentina, por donde he tenido la dicha de andar y crecer, me han invitado a compartir la lectura de mis textos. Aquel viaje a los pagos de estas compañeras fue para mí justo un ingrediente de transición, por eso devolví la mano... y que la palabra sea siempre un puente para el reencuentro.

Ocaso



Nada es eterno, dijo. Aquella frase fue una espina que permanecería hundida en tu pecho durante algún tiempo. Continuó con la mirada sumergida en los garabatos que dibujaba sobre una hoja de papel. Tú miraste sus dedos. Te parecieron burdos y envejecidos. Y como nunca pudiste dejar de idealizar la belleza de unas manos creadoras, intentaste vincular las suyas a la imagen agradable más próxima. Lograste recordar entonces su textura, la que sentiste al estrecharlas, minutos antes. Las manos de aquel hombre poseían una suavidad extraña, macerada con usos, roces, erosión. De repente, él levantó la mirada y fijó sus enormes ojos sobre los tuyos. Dentro de ti, un sobresalto.

Se ofreció a llevarte hasta tu casa. Supiste, por la sobriedad fingida de su mirada, que tu respuesta iba a determinar los eventos sucesivos. Llevaste pros y contras a la balanza íntima de tus pensamientos: no era tanto lo que arriesgabas. Aceptaste. Luego, sólo un gesto, ninguna palabra. Un beso afable, casi convencional, que se acentuó en tus mejillas con un apremio estremecedor. No era evidencia suficiente y sin embargo...

Dos semanas después se encontraron cobijados por el frío agreste, tomando chocolate caliente a los pies de un árbol vestido en humedad. Él cantaba canciones rebeldes. Las cantaba con aquella voz desafinada que, a pesar de sí, te obsequiaba un momento grato de nostalgias compartidas. Tú callabas, escuchabas. Te sentías arrastrada hacia un estado de inercia que pronto te dejaría desarmada, peligrosamente vulnerable. Sabías que ocurriría y sabías también que no querías hacer nada por evitarlo. Necesitabas colgar las armas.

Y ocurrió que les dio por hablar del pasado y del futuro. Entonces se develaron los costados indefensos de su ser. Un antiguo convivir cargado de traiciones, violencia y enfermedad contra tu no tan remoto pasado, habitado aún por recuerdos amenos, afectos y uno que otro despecho cuasi adolescente. Se les hizo difícil hablar de un futuro. Aún así, lo intentaron. Él habló de una vida en común, la unificación de las islas. Tú ofreciste el anclaje, la construcción del puerto.

Quizá el clima, el largo trayecto recorrido. Algo los empujó hacia ese extraviado acto de fabricar ilusiones y abandonar las armas. Tú viste el entusiasmo ferviente en sus ojos, lo viste opacarse poco a poco, a medida que pasaban los días. También en ti habitó el desencanto. Sin embargo, intentaste cobijarlo, esconderlo, disfrazarlo.

Estacionados sobre otra montaña, se encontraron en plena fatiga. Los paseos que meses antes resultaban seductores y espléndidos se habían convertido en una enojosa rutina evasiva, una cortina, niebla que les impedía mirarse las verdades. Estar ante los mismos valles alegres no era nada confortable ya para un par de corazones fatalistas que comenzaban a desfallecer uno al lado del otro. Por el contrario, los paisajes se ofrecían ante sus ojos como una burla de la naturaleza. Se miraron. Con tristeza, se miraron. Viste surcar su rostro una lágrima sosegada. Tus ojos evadieron la imagen deprimente del hombre que llora en los pliegues frondosos de las montañas. Su mano, tosca y sutil a la vez, volvió tu faz inmutable hacia la suya, hecha desesperación sin consuelo.

En un gesto más propio de un niño sin padres que de un hombre con hijos, posó su cabeza sobre tus rodillas y dejó fluir aquel manantial de lágrimas achacosas. Acariciaste sus cabellos, sin piedad, con cierta comprensión, y lo escuchaste pedir entre leves sollozos que tuvieras paciencia, que no lo abandonaras. Nada es eterno, pensaste.

Ahora lo miras evadir encuentros, simular sonrisas y perdones, caminar raudo en direcciones contrarias. No logras sentirte culpable y a pesar de ello, quieres castigar un poco tu crueldad, tu falta de espiritualidad. Quieres que sus años, su incapacidad para el amor terreno, se te contagien, te aniquilen. Pero los granos de arena caen lentos hacia el otro extremo del reloj y sólo te consuelas con la idea que sus labios te heredaron: El tiempo pasa. Nada es eterno. Alguna vez, también tú comenzarás a envejecer. La forma en que lo hagas será tu deuda, tu maldición.